jueves, 4 de marzo de 2010

Este cuento hace parte del libro "Un ramo de flores para Rosalía", premio CEAB de cuento - 2009



Salsa



La calle es una selva de cemento

y de fieras salvajes cómo no,

ya no hay quien salga loco de contento

donde quiera te espera lo peor,

donde quiera te espera lo peor

JUANITO ALIMAÑA , Héctor Lavoe ― Catalino Curet



I

El plan



Son las nueve de la noche de este lunes 3 de Noviembre de 2008, cuando inicia la historia que les voy a contar. Si queréis, podéis prestar atención.

El barrio es así, y a esta hora nadie que no sea vecino o conocido, puede caminar por sus calles. A veces, algún conductor que extraviado u obligado por la necesidad cruza esos dominios, es seguido por muchos ojos, ocultos en la penumbra. No es raro que, al día siguiente, la policía encuentre un automóvil desvalijado en las afueras de la ciudad y algún cuerpo sin vida entre los matorrales. Lo demás es lo de siempre. Las motocicletas, el traqueteo de sus motores, los piercings que perforan orejas, ombligos, labios, lenguas. Los pinchazos, los efluvios de la marimba y el bar de Pedro, el bar de las bandas que habitan el barrio, enrarecido el ambiente por el humo, el olor a alcohol y a marihuana, y aturdiendo la noche una rockola que se estremece con el furor de la salsa. Mujeres vestidas de negro caminan de mesa en mesa, tratando de llamar la atención. Nadie parece interesarse en ellas. Embotados los sentidos, algún cliente, agarra a alguna de las hembras, la acomoda en sus rodillas sin interrumpir la conversación que sostiene con sus compinches, la manosea un rato y luego la despacha con brusquedad. El bar hierve a esta hora de voces y de gritos y es en este momento cuando hace su entrada el personaje. Todas las miradas convergen en el tipo. Juanito Vergel llega con sus dos hembras y en el bar se hace silencio, silencio de voces humanas porque el estruendo sintético de la rockola sigue esparciendo sus notas en el aire loco de la marimba y los vapores del licor. Juanito Alimaña/ con mucha maña/ llega al mostrador/ saca su cuchillo sin preocupación/ dice que le entreguen la registradora/ saca los billetes, saca un pistolón/, ¡Pum! /. Juanito Vergel se sienta a la mesa que le tienen reservada. Hace sentar a sus dos mujeres, una a cada lado suyo y, con altanería, desplaza su mirada por el salón. Con un gesto, señala a algunos hombres que se acercan de inmediato. Pedro, el dueño del bar, de acuerdo con el número de hombres elegidos, acerca más asientos y, llegado el momento, agrega otra mesa. En su mundo/ mujeres, fumada, y caña/ Atracando/ vive Juanito Alimaña/. Esta noche son seis personas a la mesa, más Juanito Vergel y sus dos hembras. Droga y licor circulan en el bar. Juanito Vergel apura un aguardiente. A las diez de la noche, habrá consumido tres copas, nada de droga, y prohíbe a los hombres que ha escogido ingerir más licor. Ordena recoger las botellas y desaparecer las drogas. Acaricia con deleite a sus dos nenas y da la última fumada a un cigarrillo de marca, antes de apagarlo. Tabaco, nada más. A las once queda establecido el plan y Juanito Vergel pide que lo dejen solo. También las dos mujeres se retiran. Los seis hombres salen uno a uno. El ruido de las motocicletas aturde la noche. A las doce todo gira en un carrusel alucinado. Hembras borrachas y drogadas deambulan de mesa en mesa y se muestran a los hombres que no las desean. En un interludio de instinto, algún macho desciende desde el ofuscamiento y se aferra a la hembra. Ella se deja llevar, tambaleantes los dos, hacia los reservados del bar de Pedro. Sale como el viento/ en su disparada/ y aunque ya lo vieron/ nadie ha visto nada/ Juanito Alimaña pa' la fechoría/ se toma su caña/ fabrica su orgía/.

Si os gusta, hablaremos ahora del profesor Camús. El profe Camús vive en los límites del barrio y los conoce a todos. Ha pasado allí la vida entera. Desde niño. Este, en otros tiempos, era un lugar apacible, situado en las afueras de la ciudad. Después vinieron ellos. Vinieron para quedarse y ya nadie intenta desalojarlos. Como he dicho, el profe Camús los conoce y sabe que lo mejor es estar del lado de ellos. Del lado y de lejos. Algunas veces les regala dinero o les consigue licor del bueno. Ellos se lo agradecen y, a cambio, lo protegen. Fresco, mi profe, con usted nadie se equivoca ¿vale? El sonríe y camina tranquilo hasta su casa. No sabe nada más, no conoce nada más de ellos. No quiere conocer más. De todas maneras ayer domingo, por la tarde ocurrió. Petete era su mejor alumno y lo mataron así, a sangre fría, porque opuso resistencia cuando lo atracaron para robarle la motocicleta. El muchacho la quería más que a su propia vida. Hubiera sido fácil entregarles la moto y volvérsela a comprar al día siguiente por un valor cualquiera. Cienmil o cincuentamil pesos, qué se yo. Para su desgracia, Petete opuso resistencia y lo mataron. Rieron y bailaron, consumieron licor, aspiraron el humo azul de la marimba, vieron brotar su sangre alucinados, la vieron empapar la calzada y mezclarse con el barro e inhalaron el vaho tibio que despedía mientras se coagulaba encima del pavimento. Camús no pudo callarlo más. Ya se había hecho el pendejo por mucho tiempo, pensó. Taciturno, ese lunes hacia las ocho de la mañana, se dirigió a la fiscalía y denunció el crimen. Sabiendo lo que le esperaba, regresó a su casa para volver a salir con su esposa y sus dos hijos a eso del mediodía. Entretuvo la tarde en el centro de la ciudad y, ya entrando la noche, volvió solo a su casa. Por el camino compró una botella de guaro. Le pareció que el fresco, mi profe, con usted nadie se equivoca ¿vale?, sonaba falso esta vez y se quedó viendo cómo el hombre se alejaba y en la última esquina del barrio compartía la botella con sus parceros. Y ellos lo miraban desde la distancia. Probablemente a esa hora ya alguien lo había chivatiado. Meterse con Vergel... ¡Cómo se le ocurre, mi profe! Ahora, cuando son las dos de la mañana y no ha podido pegar los ojos porque sabe lo que le espera, oye el ruido de las motocicletas. Apaga las bombillas y espera. Las pistolas apenas si son visibles sobre la mesa, a la luz de la vela que acaba de prender. Nunca las ha utilizado pero ahí las tiene. Las compró hace algunos años cuando las cosas comenzaron a ponerse feas. Nunca las llevaba consigo y se había prometido que las utilizaría como último recurso. Hoy, hacia medio día, lo sabéis, llevó a sus dos pequeños y a la esposa y los dejó en casa de sus padres. Luego salió sin que ellos sospecharan nada. Solía hacerlo con cierta frecuencia, para reunirse con sus amigos y tomarse unas copas y luego, mucho antes de las horas duras, a más tardar a las nueve o las diez de la noche, pasaba a recogerlos y regresaba con ellos a su casa. El ritual estaba definido. En su maletín llevaba una o dos botellas de aguardiente. De pronto se los encontraba en el camino. Otro hubiera sentido pánico al verlos. Él no. Compartía uno o dos tragos con ellos, de la misma botella, fresco, mi profe, con usted nadie se equivoca ¿vale?, y seguía su camino. Y entraba a su casa situada en los límites del barrio prohibido. Y estaba seguro.

Para que lo sepáis, repito que el barrio es así, y después de esa hora nadie que no sea vecino o conocido o amigo de las bandas, puede caminar por sus calles.



II

La hora mala



Se acercan las tres de la mañana. El ruido de las motocicletas se hace casi palpable. Los vecinos del profe ya apagaron también hace rato sus luces y las casas se quedaron a oscuras y en silencio. A unas dos cuadras, antes de donde termina el barrio, los motociclistas apagan sus máquinas, se escucha el estertor de los motores. Son siete sombras que, amparadas por la oscuridad, caminan con cautela y buscan la forma de encaramarse a los tejados. La gente le teme/ porque es de cuidado/ pa' meterle mano/ hay que ser un bravo/ si lo meten preso/ sale al otro día/ porque un primo suyo/ 'tá en la policía/. El profe entiende lo que pasa. Cierra todas las ventanas y cortinas. Toma las pistolas, apaga la vela y se tiende bocarriba en la cama, con una pistola en cada mano, apuntando hacia el techo. Los ruidos nocturnos, hacen que el corazón palpite acelerado. Ruidos comunes, como el dilatarse o encogerse de las maderas o el deslizarse furtivo de los gatos en celo, hielan la sangre. Sabe que vienen por él y traduce cada ruido en su mente como una nueva ubicación sobre el tejado, para no equivocarse. Nunca ha disparado las pistolas aunque, es claro que sabe cómo hacerlo. Cuando de los diferentes rincones del tejado, casi al mismo tiempo, le viene el rumor calculado de las pisadas y el esporádico crujir de las tejas, sabe que llegó su hora mala. El dedo índice se agarrota contra el gatillo. La alerta es máxima. El corazón late furioso. Un dolor sordo palpita y se propaga por su espina dorsal. Piensa que fue un error tirárselas de macho, pero ya ni modo. Cuando las pisadas convergen hacia su refugio, parte porque ya es el momento y parte porque no aguanta más, aprieta al mismo tiempo los gatillos de las dos pistolas y vacía los proveedores contra el techo. Se escuchan gritos y confusas blasfemias. Las pisadas se convierten en carreras, estruendos de tejas partidas, disparos hechos al azar. Mira, la gente le teme al tipo/ porque el hombre es de cuidado/ díganme a quién en el barrio/ los chavos él no le ha tumbado/. Lo hirieron, hijueputas. De aquí no salís con vida, profe malparido. A mí también, por favor una ambulancia. Lo hirieron, nos hirieron hijueputas.

Uno de los hombres llegó gritando que lo habían herido, sí a Juanito Vergel, y el bar de Pedro se quedó vacío. Borrachos con sus botellas de ron apenas comenzadas y exhibiendo sus armas, mujeres a medio vestir y despeinadas blandiendo puñales. Gritos y carreras. Carcajadas, hijueputa, no disque era invulnerable, y viene a terminar con él el profe, profe regáleme un traguito, o un balacito, usted es un verraco profe, fresco, mi profe, con usted nadie se equivoca ¿vale? Carcajadas. Carcajadas. Tiros. Carreras. El trueno enloquecido de las motos. ¿Lo mataron? ¡Que va! No puede ser. Sí, ahí se está muriendo frente a la ferretería. Hasta allí llegó antes de caer después que se arrojó desde el tejado y nada que viene la maldita ambulancia. ¿Saben? Hirieron también al flaco y a Diomedes. Piedras. Ladrillos. Vidrios quebrados. Chirrido de cortinas metálicas. /ese... ese tumba lo que ve/ si lo ve mal puesto, / anda cuida tu cartera/, ese sí que sabe de eso/. En su mundo/ mujeres, fumada, y caña/ (atracando)/ atracando (atracando)/ vive Juanito Alimaña/. Para este momento, en la ferretería solo quedan los exhibidores. En el suelo, el cuerpo del hombre, no más de veintiocho años. Los heridos, dos, también echados sobre el piso, blanquean los ojos. Se aprietan las entrañas. Sirenas que se acercan. ¿Es la ambulancia? Son las patrullas de la policía. Es mejor que se escondan. Váyanse. A nosotras no nos van a hacer nada. Ruido de motos que se internan en el barrio. Tres patrullas y el sargento pide refuerzos. La balacera ha cesado. Mujeres a medio vestir, mujeres borrachas y drogadas. Dos o tres pordioseros que trastabillan. Lo mataron, mi sargento, por fin lo mataron. Suban los heridos a la ambulancia, la veintitrés se queda aquí. Llega una tanqueta y dispersa el motín con chorros de agua a presión. Detengan al hombre, ahí sale de la casa. Rápido, rápido, súbanlo a la patrulla. Usted, Ramírez y usted Velandia, con ellos. Ustedes cuatro, aquí. Sirenas. Luces. Uniformes. Voces. Mujeres a medio vestir, borrachas y sonámbulas. Barrio adentro, en el bar de Pedro, otra reunión comienza. Llegan y llegan en motos o caminando los jefes y los integrantes de las bandas. Cabizbajos o altaneros y desafiantes. Sea como sea, todos ellos saben que han matado al jefe. Al bar de Pedro, como a toda la ciudad, se acercan las seis de la mañana. El ruido de las motocicletas se hace casi palpable en el frío de la madrugada. Os lo acabo de contar.





III



El Sepelio



No me preguntéis lo que pasó la noche del velorio. Mientras los chorros de agua de la tanqueta desbarataban el motín, cuatro hombres enviados desde el bar de Pedro, recogieron el cuerpo de Juanito Vergel y se lo llevaron barrio adentro. La policía, ocupada en disolver el tumulto, apenas si alcanzó a darse cuenta y no pudo o no quiso impedirlo. Se sabe que lo velaron en su casa, con la presencia de sus mujeres y de varios de sus hijos durante un día y una noche de orgía, drogas y alcohol. Aunque hubiera podido rescatarlo aprovechando el descuido de la velada orgiástica, la policía ni siquiera lo intentó. El barrio es una fortaleza. Allí no hay ley ni Dios. Oye... como alma que lleva el diablo/ se tira su disparada/ y aunque las gentes lo vieron/ no lo ratean porque nadie ha visto nada/. El miércoles, muy temprano en la mañana, por la calle de El Cortijo, no se ve un alma. Hacia las nueve, tímidamente se comienzan a abrir algunos negocios. La gente no quiere alejarse de sus casas. Aunque no debiera ser así, la muerte de Juanito Vergel no los alegra. Hay que ver que ya todo era normal. Bastaba pagar la vacuna y quedaban inmunizados contra sus fechorías. Ahora y luego de la muerte de Juanito Vergel, el barrio se salió de madre. Hay un inusitado despliegue de policía y la gente corre hacia sus casas y negocios. Los megáfonos disparan órdenes desde las patrullas. Rápido, aseguren sus casas y negocios lo mejor posible. Ya viene el cortejo. Prevénganse contra el saqueo y el pillaje. Es muy probable que no logremos controlarlo todo. La calle se queda vacía, se escucha el golpe de los portones y el crujir de las rejas. Por las rendijas, ojos atemorizados miran hacia la calle. Si queréis, desde aquí podréis observarlo todo. Llegan los camiones de la policía y se forma un cordón de protección por los andenes a lado y lado de la vía. El rey de las fechorías/ ayer me dijo Facundo/ todo el mundo lo conoce/, óyeme, en el bajo mundo/. Muchos ojos espían detrás de las ventanas y las puertas cerradas. Algunos se atreven a salir y forman corrillos en las esquinas. Aparece el cortejo. Adelante vienen las motocicletas. Unas veinte, tal vez cuarenta, cuatro filas en desorden. Luego las mujeres. Ellas pueden divertirse, fuman sus porros y, de mano en mano, van rotando la botella de guaro. Piercings, ojeras, rostros pintarrajeados. Miran desafiantes los cordones policiales y les hacen muecas obscenas. Una hembra alta se arranca la blusa y agita al aire sus tetas descomunales. Las demás gritan y ríen. Los policiales miran al sargento como preguntando si deben intervenir. Este permanece callado. Sobre los hombros muchas de las mujeres llevan sus grabadoras y el ruido de la salsa se vuelve infernal. Sí el otro día lo encontré/ y guilla'o, él me decía/ tumba aquí lo que tú quieras/ pues mi primo es policía/. Las mujeres gritan, aspiran el humo, beben, se contorsionan. Ya muchas de ellas imitan a la mujer de las tetas descomunales y arrojan sus ajustadores a los policías. Hay que intervenir mi sargento, este irrespeto no se puede tolerar. ¿Está loco usted Miranda? Quédese en su puesto, quieto, si no le gusta lo que ve o lo que huele aguante, no podemos permitir que esto se nos desborde. Es lo que buscan ¿no lo entiende? Sí mi sargento, como usted ordene, mi sargento. El cortejo prosigue y, de cuando en cuando, un grupo de mujeres y hombres enloquecidos arrasan una tienda o un mercado o una casa de vecindario que no tomó las debidas precauciones. La policía no interviene. Juanito Alimaña/ si tiene maña/ es malicia viva y siempre se alinea/ con el que está arriba /y aunque a medio mundo/ le robó su plata/ todos lo comentan/ nadie lo delata/ y aunque a todo el mundo/ le robó la plata/ todos lo comentan/ nadie lo delata/... se desgrana la salsa desde las grabadoras portátiles. El cortejo sigue su camino. Llegan al cementerio, es medio día. Forzan la entrada, buscan un descampado y cavan una fosa o mejor dicho, obligan a los sepultureros a cavarla, después que los descubren agazapados tras los túmulos.



Juanito Vergel descansa bajo la tierra del camposanto. Montones de flores y coronas robadas de otras tumbas se acumulan en la suya. En una nueva orgía que duró hasta bien entrada la noche de este miércoles 5 de noviembre de 2008, sus dolientes le rindieron tributo. Bebieron, se drogaron y copularon sobre su tumba... A esta hora, diez de la noche, una grabadora abandonada, deja oír las notas furibundas de la salsa: Oye, ayer él iba triste/ y llorando así bajaba/ vengo de un velorio/, brother/, el de Pedrito Navajas/ En su mundo/ mujeres, fumada, y caña/ Atracando/ vive Juanito Alimaña/.


Ele Antonio Rodríguez P. - 2009

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